LOS TRESARROYENSES Y EL CAMPEONATO MUNDIAL DE FUTBOL
Un año de once meses
La fiebre mundialista se adueñó de los tresarroyenses y, durante un mes, hermanó a todos en el sueño de alcanzar la Copa y no se habló de otra cosa. Ya la llegada de la selección a la final supuso la concreción de un anhelo colectivo que superó las expectativas. En las escuelas, en los comercios, en las confiterías, todo fue celeste y blanco para superar cualquier diferencia. Y hasta el particular hecho de que es el distrito con la mayor colonia holandesa del país le puso otro color a la fiesta. En “El Periodista”, la crónica de color local y la aguda mirada del psicoanalista Carlos Baffoni
Durante el transcurso de la máxima cita futbolera del planeta, la ciudad se vio conquistada y atrapada por ese fanatismo general / Foto: Federico Blanco
El Mundial de fútbol tiene, como ninguna otra cosa, algunas características propias muy marcadas en nuestro país. Durante un mes, todos nos suponemos más argentinos, se terminan las discusiones de política, las divisiones ideológicas. Mientras duraron los partidos y hasta unos días después, asomó un sentimiento de hermandad que no se repite en otros momentos de la vida cotidiana.
Hace algunas décadas, el psicólogo social Enrique Pichón Rivière hablaba de la necesidad de realizar un estudio especial del fenómeno futbolístico en Argentina, y lo tomaba de ejemplo para explicar cómo el deporte es “capaz de ejercer una influencia decisiva sobre las apreciaciones que se hacen en el conjunto de las relaciones humanas”.
Y Tres Arroyos no fue la excepción; durante el transcurso de la máxima cita futbolera del planeta, la ciudad se vio conquistada y atrapada por ese fanatismo general, a punto tal de que varias actividades rutinarias quedaron congeladas o suspendidas hasta nuevo aviso. Ese nuevo aviso resultó, en este caso, coincidente con la finalización de la Copa del Mundo.
La redonda más tentadora
Era muy común observar en el hall central del Palacio Municipal a empleados y contribuyentes “alienados” ante la gran pantalla que se ubica en uno de los rincones, observando la repetición hasta el hartazgo de las jugadas salientes de un cotejo o los comentarios post partido. No hubo en la ciudad dependencia pública o comercio que no adosara la tevé, como si fuera elemento indispensable de la actividad laboral.
Si esto sirve como muestra, ni qué decir de los bares o restoranes en donde los tresarroyenses se aglutinaron para observar fútbol, jugara o no Argentina. Resultó habitual contemplar en las confiterías del centro a muchos empleados con sus notebooks a la hora del almuerzo, con un ojo puesto en el trabajo y el otro en el recorrido de la redonda. Claro está que, con el transcurrir de los minutos, la vista se dispersaba de las obligaciones y se dejaba seducir por el magnetismo de la puja en el verde césped.
Los comercios de barrio registraban singulares comportamientos: la compra diaria de las amas de casa se estiraba más de lo previsto, porque incluía en la charla de mostrador desde el rendimiento futbolístico de Messi hasta la actuación del árbitro japonés en el partido inaugural Brasil-Croacia.
No se dio solo allí, sino que también el fenómeno se registró en las escuelas. No resultaba anormal escuchar u observar a madres y padres de los alumnos comentar, a la salida del horario de clase, no solo las diferentes alternativas de la participación argentina en el Mundial, sino también la marcha de Colombia, Uruguay, el poderío de Holanda, o la cantidad de goles que Alemania le estaba propinando a Brasil. Por otra parte, los docentes recogieron el guante y en muchos casos se hicieron eco de la fiebre mundialista, canalizando y orientando el tema hacia diferentes actividades del aula.
“Holando argentinos”
El rebote del fenómeno futbolero en Tres Arroyos contó con un agregado singular: al encontrarse en nuestra ciudad la mayor comunidad holandesa del país. Habida cuenta del cruce Argentina-Holanda en semifinales, muchos se vieron con el corazón dividido y en el aprieto de decidir por quién alentar en esa instancia. De antemano, y conforme su equipo avanzó en la competencia, los hinchas “naranjas” (integrantes de tradicionales familias tresarroyenses descendientes de los Países Bajos) eligieron como punto de apoyo hacia su selección una reconocida confitería céntrica. La particularidad de esta situación cobró notoriedad, e incluso alcanzó repercusión nacional.
Hay varios factores que quizás se hayan conjugado para hacer más evidente este fenómeno, en comparación con mundiales anteriores. Uno de ellos habría que vincularlo con la proximidad geográfica del evento respecto de nuestro país. El hecho de que se haya concretado en un territorio vecino como Brasil no representó un dato menor. Por otro lado, se sumó la rivalidad marcada en el plano futbolístico con el dueño de casa: la mayoría del público se unió no solo para alentar al equipo de Sabella, sino también para mofarse de la desgracia deportiva del anfitrión y su dolorosa eliminación en semifinales. Como ejemplo claro vale mencionar que el “Brasil decime qué se siente” fue una suerte de grito de guerra de toda una nación.
Por otro lado, también es justo remarcar el aspecto singular de que la Selección Nacional haya avanzado como hace mucho tiempo no se daba en este tipo de competencias. La última clasificación a una final databa del año 1990. Muchos de los que se congregaron en la plaza San Martín a festejar el triunfo ante Holanda conformaban un núcleo de jóvenes adultos, adolescentes y niños que no tenía registro de un hecho similar, y que vivieron el Mundial con un fanatismo que jamás se hubiera imaginado.
Empatía colectiva
Así denominan muchos especialistas a esta conducta colectiva que también se vio reflejada en Tres Arroyos, bajo el influjo de ese clima tan particular descripto. Y la definen como esa pura complicidad con el amigo, el vecino o el desconocido que mira el partido en una mesa cercana del mismo bar que, por azar o la mismísima culpa de un gol, puede terminar abrazado con cualquiera gritando en el piso.
Se puede definir a la empatía como la capacidad para reconocer y entender las emociones, motivaciones y razones que explican el comportamiento de los demás. “Algo así como aprender a ponerse en el lugar del otro", explican. Ese momento en que “la Argentina somos todos, todos nos enojamos con los árbitros, todos somos los que metemos el gol en un penal. Desaparecen las clases sociales; con alguien que jamás cruzaríamos una palabra, de repente estamos en un bar y es casi un hermano porque compartimos ese sentimiento común de amor a nuestra Selección".
A diferencia de una tragedia, que divide las aguas (a algunos los pone mal, a otros los deprime, a otros los afecta más o menos) no cualquier suceso genera la empatía suficiente como un deporte, sobre todo el fútbol.
COLUMNA ESPECIAL PARA “EL PERIODISTA”
Fin de fiesta
Por Carlos Baffoni (*)
Y con la resaca a cuestas
Vuelve el pobre a su pobreza
Vuelve el rico a su riqueza
Y el señor cura a sus misas
Se despertó el bien y el mal
La zorra pobre vuelve al portal
La zorra rica vuelve al rosal
Y el avaro a sus divisas
(“Fiesta”, Joan Manuel Serrat)
Este poema del “Nano”, del cual extraje un fragmento, describe como nadie lo que pasa luego de una fiesta. Y el Mundial de fútbol es una fiesta y, como en toda fiesta popular, las diferencias (de las cuales sabemos mucho los argentinos) se achatan y se olvidan por un tiempo, el que dura la fiesta.
Y luego la realidad. Pero hay que tener cuidado con la crítica fácil. Se sabe que las minorías “ilustradas” de todo el mundo, han criticado el fútbol como mero entretenimiento de masas ignorantes de su propia miseria. No alcanza con tener un punto de vista lejano a las masas para tener mayor lucidez.
Los que asisten a eventos masivos no ignoran las miserias de la sociedad en que viven, pues la padecen en carne propia. Entonces, ¿qué pasa? Ocurre que el fútbol, como las drogas, el sexo, el arte en todas sus formas, ahora Internet, son ilusiones consoladoras. ¿Y quién puede vivir sin ilusiones? El que dice que puede vivir sin ilusiones es también un iluso. El mismo Freud dijo que la vida no se soporta sin muletas; él llamaba “quitapenas” a las drogas hace 100 años. Un gran psicoanalista inglés decía que, al fin de cuentas, la salud mental de una persona depende de su asistencia los domingos al club de bolos local (acá diremos al partido de fútbol los domingos).
Osvaldo Soriano decía que el fútbol es la única pasión que une a los argentinos hoy. Esta pasión ha reemplazado la pasión política, tan fuerte en otros tiempos. En un programa de televisión estatal un economista decía, con mucho entusiasmo, que en el momento de un gol, todos los argentinos nos sentimos unidos (obvio, de un gol argentino). Una dama (¡Cuándo no!) que no se sentía tan entusiasmada con el evento deportivo, como les pasa en general a ellas, le retrucó diciendo que a ella le gustaría que los argentinos estuviéramos unidos por causas más importantes y permanentes que un partido de fútbol.
Soriano decía también que el fútbol tiene la significación de una guerra sin muertos, pero con conflicto. Y que es lo único que amalgama a la familia, cosa que no consigue la política. En un partido de fútbol perdemos el miedo a ser tocados, toleramos la proximidad del otro, el extraño, y nos abrazamos a ellos, cosa que nunca haríamos en otros contextos, donde el otro, en estos tiempos de individualismo extremo, es una potencial amenaza.
Un psicoanalista argentino, muy original y con mucho humor, dice que cada uno quisiera hacer el gol de su vida. Incluso, en ocasiones, dejando varios muertos en el camino. El llama a esto narcisismo del deseo, o sea realizar nuestros deseos caiga quien caiga. Marcar un gol también es por ejemplo el casamiento, la paternidad, el cumple de 15 de la nena, todo eso. Acá vemos la ironía de este colega. En este momento el sujeto se cree por fin amable, se puede mirar desde ahí y amarse, o que el otro lo puede mirar desde ahí y amarlo. Sería un instante de comunión con el otro, o sueña con eso. Siente que ha justificado su existencia al menos por una vez, está en un estado de plenitud, de satisfacción total. Lo cual no quita que al rato o al día siguiente pueda sentirse muy deprimido. Porque aparece el contragolpe, en el momento en que logra esta plenitud, esta realización, su dependencia del otro se acentuó.
¿Qué hace un jugador cuando hace un gol? Pensemos que en el Mundial un gol que hace un jugador ES el gol de su vida, lo dicen todos ellos. Se abrazan, se besan entre ellos, se revuelcan, es un momento de amor y comunión. Enseguida van a la tribuna, van a gritar su amor a la tribuna y a hacerse amar por ella. El autor del gol es en ese momento el niño mimado y amado por el otro. En ese momento él se debe a su público y éste le debe a él una cuota de satisfacción. Pensemos por ejemplo en Di María, lo mimado que fue después de su gol. Pero el colega advierte que el pacto de amor hay que renovarlo todos los domingos en el fútbol, porque es tan frágil éste pacto de amor, tan volátil, que salvo que el jugador sea muy pero muy consagrado (y aún así no dura gran cosa), la tribuna le retira su amor, lo declara nulo e inservible y lo empieza a odiar. En realidad, el odio está golpeando la puerta, latiendo. Cuando Palermo erró tres penales en un partido, fue odiado terriblemente, al menos por ese día.
Sin dudas, el término pasión de multitudes aplicado al fútbol está bien puesto entonces. Y, es sabido, de las pasiones también somos víctimas.
(*) Psicoanalista tresarroyense
Referencias consultadas: Marcelo Barros (psicoanalista); Ricardo Estacolchic (psicoanalista)




