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ATILIO VEGA, DUEÑO DEL ULTIMO COCHE DE PLAZA,
RECREA LA HISTORIA DE LOS MATEOS DE TRES ARROYOS
Subí que te llevo
Eran coches tirados por caballos que hacían las
veces de transporte público. Estacionaban en la Plaza San Martín,
donde estaba la parada central. Surcaban las calles locales paseando clientes
de aquí para allá. Conforme evolucionaron los medios de
locomoción, fueron decreciendo en número, hasta que a mediados
de los '70 se los dejó de ver. Ajenos a la vista, su imagen quedó
guardada en el corazón de los tresarroyenses. Hoy, en nuevo aniversario
de la ciudad, se impone recordarlos. Ante "El Periodista", con
lúcidos 80 años, Atilio Vega, el dueño del último
mateo de Tres Arroyos, recreó con nostalgia y emoción aquellos
años felices
Todas las tardes, Atilio Vega se sienta en un banco de
la plaza San Martín a rememorar los viejos tiempos que se escurren
entre el asfalto y los autos que transitan con apuro hacia el centro.
A sus 80 años aún no puede despegarse de aquel lugar donde
forjó parte de su vida y de la historia local, como un protagonista
anónimo que algunos todavía recuerdan por haber sido el
último mateo que recorrió las calles de la ciudad.
El panorama de la plaza era tan distinto en la década del '50,
que hasta resulta difícil imaginarlo. En las calles empedradas
que la circundaban, se apostaban en hilera 35 mateos a la espera de transeúntes
que necesitaban de sus servicios para acortar distancias. En aquella época
el vehículo de tracción a sangre, conocido como coche de
plaza, era el medio de transporte más utilizado, sobre todo en
los días de lluvia donde las calles de tierra se tornaban intransitables.
Mientras repasa la historia, a Atilio le brotan los recuerdos como si
hubiese sido poco el tiempo transcurrido. Su memoria prodigiosa reconoce
que fue exactamente el 25 de febrero de 1951 cuando se incorporó
al oficio sin saber muy bien por qué, y durante 23 años,
menos dos días, condujo su mateo por las calles de la ciudad llevando
a los pasajeros a su destino. "No fue un camino elegido o soñado,
fueron las cosas del destino", dice el conductor del último
mateo, que se vio obligado a dejar el oficio superado por los avances
del tiempo. La profesión a la que le puso el corazón, le
llegó de manera obligada cuando al trasladarse del campo a la ciudad,
junto a su madre y sus hermanos, le fue difícil conseguir trabajo
estable sin tener un oficio. Intentó en la construcción
y en una bodega, hasta que decidió comprar un carro atado con una
petisa tordilla, "La Chonga", el primero de los siete caballos
que condujo en sus años de mateo. "Al principio no me hallaba
mucho porque no conocía el pueblo ni las calles, pero aprendí
fácil, me compré un plano y tuve la ayuda de mis compañeros".
Así fue como se convirtió en auriga, como se le dice al
conductor de los vehículos de tracción a sangre. Para trabajar
se necesitaba la habilitación profesional, certificado de buena
conducta y un registro municipal que a él lo designó como
el auriga 22 de la ciudad, el más joven entre los cocheros de la
plaza. "Cuando salí por primera vez me encontré en
la tarea con gente grande, eran de 60 para arriba y de la edad mía
sólo había tres o cuatro".
Epoca de oro
En aquella época era incipiente la industria automotor y la vía
de transporte masiva era el tren. Por eso los mateos eran utilizados por
todo tipo de gente, y especialmente por los viajantes, que al llegar contrataban
el servicio durante todo el día para recorrer los negocios de la
ciudad. "No teníamos una tarifa fija, los viajes cortos los
cobrábamos tres pesos, salvo si tenían exceso de carga,
y había algunos que hasta nos daban propinas", cuenta Atilio.
El coche tenía capacidad para transportar hasta cinco personas
livianas: en la butaca de atrás cabían tres y adelante había
un asiento que se habilitaba cuando se necesitaba más espacio,
todo protegido por un techo de lona. A la intemperie iba sentado el conductor,
y las condiciones climáticas muchas veces tornaban sacrificado
y duro el trabajo. "Cuando había temporal era cuando más
trabajábamos. Estábamos todo el día bajo el agua.
Los pasajeros iban protegidos por una lona, pero el conductor no. Nos
mojábamos y teníamos que andar con botas de goma e impermeable.
Era sacrificio, pero una vez que uno se acostumbra es un trabajo que se
lleva por el cariño y el afecto de la gente", dice Atilio,
quien alternaba sus viajes en mateo con su trabajo en la cochería
de Cereijo, donde en los funerales llevaba a los dolientes en grandes
coches tirados con caballos negros lustrados.
A sol y a sombra
Durante años trabajó a sol y a sombra todos
los días, sin francos ni feriados, un poco por necesidad y otro
porque amaba su trabajo. "Había que salir todos los días
para poder mantenerse. Trabajé hasta que me jubilé sin saber
lo que es un día de franco ni una semana de vacaciones, de enero
a enero. Los domingos había que aprovecharlos porque cuando estaban
las tardes lindas nos ocupaban las familias enteras para dar paseos. En
los primeros tiempos se trabajaba mucho porque antes el asfalto llegaba
solo hasta las cuatro plazas y luego eran todas calles de tierra, ni siquiera
empedradas, y cuando llovía se hacía mucho barrial".
En estos casos Atilio era el mateo más requerido por los pasajeros
ya que era uno de los únicos que se animaba a entrar por las calles
que a muchos les resultaban inaccesibles. Como esa vez que a una novia
se le hacía la hora para estar en la Iglesia y tres coches habían
intentado llegar hasta la casa pero habían quedado varados entre
el barro. Y fue Vega quien logró que la novia entrara a la ceremonia
a la hora fijada. "Me acuerdo que la casa de esta chica era en Bolívar,
no sé si al 870 ó 780. La novia tendría en ese momento
diez años menos que yo, nunca supe quien era", dice, sabiendo
que para la novia ese día debe haber sido difícil de olvidar.
Con la voz serena y pausada que le ha dado el paso de los años,
Atilio se enorgullece al contar las anécdotas que lo identificaban
como uno de los más arriesgados a la hora de transitar las calles
empantanadas de la ciudad. "Otra vez llevé a un médico
a una casa que estaba en Pedro N. Carrera 1350 a donde era imposible pasar.
Todos mis compañeros me preguntaban como iba a hacer, porque los
que estaban antes que yo no querían llevarlo. Había que
subir por la vereda y cortar en diagonal una manzana, todo una hazaña.
Pero logré que llegara a atender a la paciente", dice, reconociendo
que en esta tarea la fidelidad de su caballo fue imprescindible para alcanzar
la meta. "No hay ningún animal que haya prestado el servicio
que presta el caballo, que sea tan fácil de dominar y que aprenda
cualquier cosa. Cuando estábamos en la plaza con "Coca",
por ejemplo, yo le decía ´ vamos Coca´ y ella daba
vuelta la cabeza y me miraba, como que comprendía".
Decir adiós no es irse
Los avances en el transporte y la aparición de
una línea de colectivos que comenzó a transitar la ciudad
con tarifas muy accesibles, fueron cercenando poco a poco la actividad
de los mateos de la plaza. "Fuimos desapareciendo, los colectivos
cobraban mucho más barato y empezó a aflojar el trabajo".
Uno a uno los compañeros de Atilio fueron dejando la parada, mientras
él no se resignaba a desistir de aquello que se había convertido
en su pasión. En 1971 y durante cuatro años quedó
sólo en la plaza hasta que forzosamente tuvo que tomar la decisión
de abandonar. "Me costó mucho decidirlo, pero cuando empezó
a haber tránsito y se llenó de coches la ciudad no encontraba
donde estacionar. Además era muy costoso el mantenimiento y ya
casi no habían quedado herreros. El caballo costaba mucho mantenerlo
y el trabajo ya no respondía así que no me quedó
otra que abandonar", dice con tristeza mientras observa una vieja
fotografía que atesora entre sus recuerdos de la última
tordilla que lo acompañó en su andar solitario. Y cuenta
que lo que más le costó fue desprenderse de "Coca",
a la que tuvo que vender a un lechero del barrio porque él ya no
estaba en condiciones de mantenerla. "El primer tiempo cuando pasaba
frente a mi casa "Coca" miraba, se daba cuenta. Eso sí
que me costó dejarla, más que al coche, pero no la podía
tener", comenta ya resignado.
Si bien su carro y su caballo ya no lo acompañan, pasar las tardes
en la plaza le devuelven a Atilio un poco de aquellos tiempos felices
que tiene vívidos en la memoria. "Mis amigos ya no están
en la plaza pero siempre hay alguno que se acerca a charlar. En estos
días me he encontrado con una pareja joven, el muchacho me saludó
y me dijo ´Adiós Vega, el último mateo, cómo
lo recuerdo´. Es que uno con el paso de los años conoce mucha
gente y yo tuve la suerte de que la gente me tratara con mucho cariño
y afecto, tengo muy lindos recuerdos".
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