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CON 100 AÑOS, LEOPOLDO RENAUD ES TESTIMONIO
VIVIENTE DE LA HISTORIA TRESARROYENSE
Yo fui testigo
Pocas cosas no ha visto. Apenas las dos décadas
que precedieron su nacimiento. Acaba de cumplir 100 años. Y en
días más la ciudad celebrará 120. Conserva en su
memoria imágenes de calles de tierra, romerías, carruajes
y edificios incipientes. Leopoldo Renaud puede contar la historia de Tres
Arroyos porque la vivió. Lo hizo, ante "El Periodista",
a pocos días de festejar su siglo de vida
Corría el año 1904 y Tres Arroyos se preparaba
para los festejos del veinte aniversario. El tren era el medio de transporte
más popular y por las pocas calles empedradas pasaban los carruajes
y caballos. Ese año, en el hogar de los Renaud nacía el
tercero de los hermanos, que fue bautizado con el nombre de Leopoldo.
Una centuria después la imagen de la ciudad dista mucho de la de
ese principio de siglo que lo vio nacer. A sus cien años, Leopoldo
no necesita que le cuenten la historia porque fue fiel testigo y protagonista
de la evolución de Tres Arroyos. Y cuando se le pregunta sobre
su infancia, le viene a la mente la gran crecida del arroyo de Moreno
1000, cuando tenía cinco años, que podría haberle
costado la vida pero que gracias a un vecino que lo llevó en andas
logró llegar a su casa sano y salvo. Es que eran épocas
difíciles, como él cuenta. "Estaba en una quinta cerca
del arroyo y vino la crecida de golpe. El vecino llamó a Doña
María, mi madre, para avisarle que se le llenaba la casa de agua
y él fue el que me salvó".
Nació el 20 de marzo de 1904 del otro lado del puente sobre avenida
Constituyentes. Su padre suizo francés había emigrado del
país natal en busca de oportunidades de trabajo y fue aquí
donde conoció a su madre, una vasca con la que formó una
gran prole: siete mujeres y tres varones.
"Cuando yo era joven, Tres Arroyos era muy chiquito. No había
veredas, era todo barro y calles de tierra. Después vino el empedrado
pero sólo en el centro, no en las orillas. En la parte donde yo
vivía eran todas quintas, no había casas, era todo descampado.
Después lo fui viendo crecer bastante".
En aquella época la educación en el hogar era muy rigurosa
y los hijos varones tenían que salir a trabajar desde temprana
edad siguiendo los pasos del padre. Esto no fue ajeno a los Renaud, y
Leopoldo comenzó con las tareas agrícolas desde joven y
lo hizo durante años en el campo junto a su padre y sus hermanos
hasta que se rebeló y buscó su independencia.
"Teníamos una trilladora grande que manejaba mi hermano mayor.
Yo era el aceitero, el encargado de la máquina en la que se necesitaban
22 personas para hacerla funcionar. Me acuerdo que se hacían parvas
de cereal en todo el campo. Además yo cazaba liebres y perdices
y se las vendía a los mercachifles y tenía que llevarle
la plata a mi padre, que era el banco mío. En ese entonces el trabajo
del campo era muy duro y no me gustaba. En algún momento sí,
pero después me cansé, porque yo tenía que atender
la hacienda, los alambrados, tenía que hacer todo y era mucho sacrificio",
dice Leopoldo quien un día decidió cambiar el destino y
enfrentar a su padre.
"Estaba cansado de trabajar. Un día estaba mi padre y mi madre
debajo de un árbol tomando mate, tomé coraje, fui y les
dije ´se terminó, yo me quiero casar y no quiero trabajar
más´. No quería saber más nada con la tierra,
quería estar en la ciudad", cuenta Leopoldo como uno de los
pasos más trascendentes que dio en su vida.
Por esos tiempos su padre era propietario de una fábrica de alambres
y como él se perfilaba con gran habilidad para la herrería,
lo dejó a cargo de la empresa. "Teníamos la fábrica
de alambre tejido en Constituyentes al 120. Hacíamos puertas, portones,
colocaciones de alambre afuera en las estancias. Mis hermanas tejían
el alambre y trabajaba toda la familia", dice quien es el artífice
de los alambrados de todas las canchas de fútbol de la ciudad.
Cuando bucea en su memoria, Leopoldo tiene escasos recuerdos de su tiempo
libre, de la diversión que por esa época venía de
la mano de las romerías y los carnavales populares. Es que siempre
"había que trabajar" dice como un dictamen que le quedó
grabado. Aunque le brillan los ojos cuando recuerda las carreras de bicicleta
contra Cosolino, a quien le ganó en dos oportunidades y también
las veces que iba acompañado de sus padres a los carnavales. "Se
tiraban serpentinas, andaban todos disfrazados en autos abiertos por las
calles empedradas del centro. Nos divertíamos mucho. También
estaban las romerías españolas, que se hacían en
una quinta al aire libre cerca del Hospital, donde hoy está el
Colegio Holandés. Ahí se hacían juegos y bailábamos
tango, yo no era bailarín, aunque a veces, los sábados a
la noche bailábamos en casa con las vecinas con el fonógrafo
que habían comprado mamá y papá", dice al tiempo
que rememora con nostalgia los momentos en que iba de pequeño a
la escuela Nº 8, donde cursó hasta cuarto grado y aprendió
a leer y a escribir a la perfección. Años más tarde,
ya de grande y a su vuelta del campo, quiso recuperar conocimientos que
habían estado aletargados y volvió a estudiar en el nocturno
de la Escuela Nº 1. "Eso fue por el ´30, íbamos
con un amigo, Ramón Gonzáles, que trabajaba en la sodería
que ahora está en Colón y con él a la salida del
colegio íbamos a visitar a nuestras novias", recuerda con
una sonrisa pícara los primeros trayectos de su vida junto a Sara,
a quien había conocido cuando ella tenía 9 años y
había venido de España. Se casó de grande, a los
30, en el año 1934, y de esa unión nació una hija
que le dio tres nietos: un varón y dos mujeres.
Hoy el hombre centenario ya no vive en la ciudad que lo vio nacer. Hace
cuatro años que se mudó a Neuquén para estar cerca
de sus nietas y dice que extraña a la gente y a la familia que
quedó por estos pagos. Como no podía ser de otra manera,
el festejo de los cien años fue en su tierra, rodeado de una multitud
de gente que lo quiere y de sus hermanas de 82 y 91 años que se
unieron para recordar tiempos lejanos.
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