A 28 años de la guerra, cinco de los catorce ex combatientes tresarroyenses de Malvinas volvieron por primera vez a las islas. Y “El Periodista” los acompañó en el histórico acontecimiento. La impactante crónica y las fotos, en una cobertura gráfica exclusiva
A 28 años de la Guerra de Malvinas, cinco de los ex combatientes tresarroyenses volvieron por primera vez a las islas, en lo que constituyó un acontecimiento histórico.
“El Periodista”, de modo exclusivo para la prensa escrita, tuvo el privilegio de ser parte del emotivo viaje y acompañó a la delegación compuesta por José Luis Gómez, Héctor Cellerino, Mauricio García, Mario Ielmini y Marcelo Capriata durante siete intensos e inolvidables días en el Atlántico Sur.
Un archipiélago que en 1982 los tuvo como involuntarios protagonistas, sirviendo al país en el conflicto bélico suscitado entre Argentina e Inglaterra y que se extendió por 74 días, entre el 2 de abril y el 14 de junio.
Aquel aciago 2 de abril el gobierno argentino, entonces encabezado por el presidente de facto Domingo Fortunato Galtieri, decidió imponer por la fuerza, y de modo sorpresivo, la soberanía nacional sobre Malvinas, un reclamo que el país venía manteniendo desde 1833 por la vía diplomática sin resultado positivo. Ante la inesperada acción, Inglaterra –a instancias de la primer ministro Margaret Thatcher-, decidió movilizar sus fuerzas en pro de la recuperación del territorio. El resultado de la contienda, del que Gran Bretaña emergió victoriosa, fue trágico para ambas naciones: 649 militares argentinos muertos, 255 británicos y 3 civiles isleños.
Al momento de los sucesos, apenas entrada la década del ’80, los tresarroyenses tenían en promedio 20 años, y en el marco del servicio militar obligatorio fueron destinados a pelear en las islas. Ielmini integrando el Regimiento de Infantería Mecanizado Nº 7 de La Plata, y el resto formando parte de la Compañía de Ingenieros Anfibios de la Infantería de Marina, con sede en Puerto Belgrano. En total, catorce tresarroyenses pelearon en Malvinas (ver aparte). A 28 años, de esa lista dos están muertos –Roberto Reducindo y Héctor Ricardo Volponi-, y cinco decidieron volver en la intención quizá de cerrar las heridas, de dejar la pesada mochila, de establecer un hilo conductor entre el pasado y el presente. Y este periódico estuvo allí para acompañarlos en el emotivo regreso.
Día 1
El 13 de noviembre de 2010, cinco de los catorce ex combatientes argentinos en la Guerra de Malvinas viajaron por primera vez a las islas, a 28 años del conflicto. En auto hasta Ezeiza primero, en avión hasta Río Gallegos después, y desde allí nuevamente en avión hasta el aeropuerto militar de Mount Pleasant, en las Islas Malvinas. El vuelo abordado correspondió a Lan Chile, que sólo una vez al mes hace escala en Argentina. Arriba del avión, y aún antes de llegar a destino, se produciría la primera gran sorpresa del viaje. Sentados apenas unas butacas delante de la delegación tresarroyense, un grupo de militares ingleses también volvía a las islas por primera vez. Quizá por la edad, por alguna seña particular como un tatuaje, tal vez por el idioma o posiblemente solo por intuición, ambos contingentes rápidamente se dieron cuenta de quién era quién. Un militar inglés retirado, residente en Málaga (España), y que atento a esta condición de español de la última hora se hacía llamar Mario y dominaba mínimamente el castellano, entreabrió la puerta para que aflorara el diálogo. Al principio el intercambio de palabras fue tenso, lentamente se fue aflojando, lo que siguió fue más fluido. Y al final, cuando el hielo definitivamente se había roto, a todos les fue posible reconocerse como pares, víctimas de un mismo suceso sin importar la bandera que defendieran, viajeros hacia un destino esquivo, en busca de remedios que curen males, de sales que cicatricen heridas, de depósitos donde guardar densas cargas llevadas sobre las espaldas, con más o menos angustia, con más o menos dolor, por casi treinta años.
Y en ese contexto las manos se apretaron fuertemente, sobrevino un abrazo, y dos y tres. Mágicamente, casi el centenar de pasajeros del avión volvió hacia atrás sus miradas y se encontró con hombres, que años atrás fueron jóvenes soldados, emocionados, compungidos, reconfortándose unos a otros, en un momento único y especial de sus vidas. Ya en el aeropuerto, hubo promesa de encuentro en las islas al cabo de la semana.
Día 2
La delegación tresarroyense hizo base en Port Stanley (bautizada en 1982 como Puerto Argentino), la capital de las Islas Malvinas (Falkland Islands para los ingleses). El albergue fue una calida casa de nombre Lafone House, que brinda servicio "bed and breakfast". Al cabo de una semana se convertiría en acogedor refugio sobre todo por las noches, al regreso de las visitas por los escenarios de la guerra.
El encuentro prometido entre ingleses y argentinos se concretaría rápidamente, al día siguiente del arribo a las islas, el domingo 14. Esa jornada tuvo lugar la conmemoración del Día de Servicio y Remembranza, instituido por el Reino Unido para homenajear a los soldados ingleses caídos en todas las guerras, no solo la de Malvinas. Los actos tuvieron como escenario la “Cruz del Sacrificio”, sobre la costanera calle Ross Road, emplazada a menos de cien metros de la casa que alojó a los tresarroyenses.
El mítin empezó a las 10.45, con puntualidad inglesa, y contó con la presencia del recientemente asumido gobernador de las islas, Nigel Haywood.
El movimiento se notó desde 20 minutos antes, cuando una nave de guerra entró a la ría y se posicionó frente a la cruz, la policía cortó la calle y una escuadra del ejército inglés desfiló rumbó al acto, mientras decenas de isleños, grandes y chicos, se acomodaban en el lugar para rendir homenaje a los caídos.
Entre el grupo de asistentes estaban los militares británicos del avión, ahora ya vestidos con la formalidad del caso. A la distancia, la delegación argentina seguía las alternativas del evento. Así, hasta que fueron divisados por sus entonces contendientes, quienes los invitaron a acompañarlos. Fue en el preciso instante en que el sonido de una gaita rompió el silencio, erizando la piel, constituyéndose en la banda de sonido de una nostálgica película que atravesaba su segundo día de rodaje.
Al final, una foto conjunta con ingleses y argentinos mezclados en el grupo cerró un encuentro solemne, pleno de recuerdos, que tuvo su pico de emoción cuando se acercó a los tresarroyenses la madre de Adrian Anslow, un joven “perdido” en el mar en la guerra de Malvinas, cuando solo tenía 20 años de edad, y que con lágrimas en los ojos les dijo: “Ustedes también son mis hijos”.
Día 3
La mañana del lunes 15 llegó provista de movilidad. La comitiva tresarroyense rentó una Van 4x4, con la idea de desplazarse con autonomía por el territorio, estableciendo un personal itinerario. El vehículo serviría de fiel transporte durante cinco días, hasta el viernes19.
Con volante a la derecha y circulación por la izquierda, siguiendo la norma inglesa, conducir por la isla no resulta fácil para un argentino. Pero Marcelo Capriata, que al igual que Héctor Cellerino fue chofer durante la Guerra de Malvinas, hizo gala de su destreza como conductor. No sólo rápidamente le tomó la mano al arrevesado vehículo, sino que –a pesar de los cambios sustanciales que ha evidenciado la isla desde el conflicto bélico-, se ubicó rápidamente como para que los movimientos fueran exitosos, sin vacilaciones, hacia los distintos puntos de interés.
El primer destino fue el aeropuerto civil de las islas, que en 1982 era el único. Hoy ha sido desplazado por Mount Pleasant a una segunda categoría, y es utilizado sólo por las avionetas de la FIGAS, la línea aérea del gobierno, que se encarga de los viajes interislas.
El aeropuerto fue el primer destino de la Compañía de Ingenieros Anfibios de la Infantería de Marina al cabo de la contienda armada, y en busca de esas huellas del pasado fue la delegación.
Las marcas no tardaron en aparecer. Detrás del aeropuerto hay unas bellísimas playas, en un sitio conocido como Gypsy Cove. El mar es trasparente, la arena blanca y en medio está el hábitat de una población residente de pinguinos magallánicos, única especie de pingüino que vive en madrigueras.
La majestuosidad del paisaje contrasta con resabios de la guerra, que denotan además la presencia de los infantes de marina 28 años atrás. Hay en los alrededores dunas minadas, con carteles que aparecen con frecuencia en la isla: “Danger mine”. Fue una de las principales tareas de la Compañía de Ingenieros Anfibios durante el litigio, y hoy –y quizá por siempre-, los explosivos permanecen allí, latentes.
Cuando terminó la guerra, Argentina entregó a Inglaterra los planos con la ubicación de las minas, y hubo un primer intento de desactivación. Pero algunos accidentes en la tarea, el alto costo económico y la cantidad de trampas explosivas implantadas hicieron desistir del trabajo. Hoy, las parcelas han sido delimitadas al doble de lo que se supone está minado, pero aún así es imposible no sentir respeto y hasta temor frente al alambrado del que cuelgan los carteles que advierten sobre el peligro.
Tras la visita al sector del aeropuerto, la Van se dirigió pasado el mediodía rumbo al oeste, hacia la zona de los montes cercanos a Port Stanley. La idea era reconocer el sendero para lo que sería, en los días siguientes, el ascenso a los montes Longdon y Tumbledown.
En eso estaba la delegación cuando, a la vera del camino, una “posición” o trinchera claramente demarcada llamó la atención e invitó a descender de la combi. Era argentina, así la reconocieron los tresarroyenses desde el vehículo, y lo corroboraría más tarde una placa. Fue el punto de partida de lo que sería, horas después, uno de los momentos más emocionantes de la travesía.
En Mount Longdon, Mario Ielmini pasó sesenta días con sus noches. En pleno invierno isleño, peleando contra adversarios mucho más poderosos: el ejército inglés, el riguroso clima y su propia mente.
En su cabeza, el monte seguía grabado a fuego pese al paso del tiempo. Cuatro o cinco metros detrás de la posición, restos de tela trajeron el pasado al presente. Ropa de combate, retazos de frazada… Sin darse cuenta, poco a poco la búsqueda, y los hallazgos, hicieron que el grupo se alejara de la ruta de tosca consolidada y se adentrará en la turba.
El viento soplaba con convicción, sin dar tregua. Alguien en el grupo calculó un promedio de 50 kilómetros, con ráfagas de 65. Más no era impedimento para la pesquisa. Cada segundo, sin estar previsto, el Longdon atraía a Ielmini como con un gigantesco imán, y al resto detrás. Hasta que Mario se sinceró: “voy al monte”, y el grupo decidió acompañarlo en su búsqueda, discretamente, en silencio.
Ielmini oteó el horizonte. Ubicó dos piedras que seguro soñó tantas noches en tantos años. “Yo estaba para aquel lado”, indicó. El suelo turbero es traicionero, blando, los pies se hunden. Si así se siente sin presión, sin prisa, no es necesario imaginar el obstáculo que debió significar en el marco de una batalla, de un combate, de una retirada, de una avanzada.
Antes de las piedras, apareció la cocina “judía”. Allí se alimentaron Mario y miles de soldados en aquel lejano, y ahora tan cercano, año 1982. De la cocina a las rocas que servían de referencia. Ielmini caminaba como si el sendero lo hubiese recorrido ayer, con la certeza que da saber hacia dónde se va, y en búsqueda de qué. Se paró, se reorientó, y avanzó. En el camino, decenas de agujeros de un metro y medio de diámetro daban impresión: eran las marcas de las bombas que se cernieron sobre las posiciones argentinas en el frente de batalla.
Una hora y algo más tarde, contando desde el horario en que el grupo empezó a caminar, Mario se detuvo frente a un amplio y sucio charco de agua. Lo rodeó, observó, se agachó, retrocedió, volvió a avanzar. A un lado, al otro, buscó puntos de referencia. Y entonces sí, absolutamente convencido, se confesó ante los compañeros. “Es acá, esta es mi posición, acá pasé mis sesenta días en la guerra”.
Día 4
El viento continuó soplando con intensidad. Después de la experiencia del Longdon, se impuso un respiro antes de ir por Mount Tumbledown. Así lo entendió la delegación tresarroyense, que prefirió refugiarse del clima con actividades paredes adentro. La visita obligada, el “Falkland Island Museum & National Trust”, en Port Stanley.
Allí hay un área dedicada con exclusividad a la guerra de Malvinas, con fotografías, pertrechos, armas, explosivos, pancartas, diarios y revistas de la época, propaganda bélica, viñetas de humor negro y hasta donativos, con su correspondiente mensaje, que el pueblo argentino envió a sus soldados en el Atlántico Sur.
También se cuenta cómo el conflicto afectó la vida cotidiana de la comunidad isleña. Afuera, en el patio, se exhiben una tanqueta del ejército nacional y un pequeño camión 4x4 restaurados para su exposición
Día 5
Un día peor que el otro. Al frío y el viento se agregó la lluvia. Más no torció la decisión adoptada. Los veteranos tresarroyenses llegarían al Cementerio de Darwin, donde descansan los argentinos caídos en la guerra del Atlántico Sur.
Darwin es un pequeño pueblo rural, distante dos horas en auto desde Port Stanley por caminos de tosca consolidada.
Para ir a Darwin el camino atraviesa campos, establecimientos dedicados con exclusividad a la cría de ovejas, que acaban de parir y andan con sus corderos pastando en extensiones infinitas sin alambrados.
La lana de las ovejas de Malvinas está entre las más cotizadas del mundo y es el segundo aporte a la economía isleña, después de la pesca y antes del turismo.
Luego de un largo trayecto recorrido, antes de arribar al pueblo de Darwin, un pequeño cartel da cuenta del cementerio argentino, remontando una cuesta. Es un lugar en el que, no caben dudas, ha sido ubicado para no ser visto.
Después del conflicto Inglaterra ofreció enviar los cuerpos de regreso al continente. Pero nuestro país se negó. Consideró que los cadáveres constituirían una presencia argentina en las islas.
Cuando el grupo tresarroyense llegó a la necrópolis, las condiciones del clima habían cambiado notoriamente, esta vez para bien. Cesó la lluvia, calmó el viento que mutó en suave brisa, y hasta la temperatura se elevó. El mejor día en Malvinas, justo para estar en el peor lugar.
Al campo santo se llega caminando por un prolijo sendero de piedras, que concluye en una tranquera. Dentro del predio hay 273 tumbas, de los cuales 123 están identificadas con la frase “Soldado Argentino solo conocido por Dios”. A esa cifra deben agregarse las 323 víctimas del hundimiento del Crucero General Belgrano, y 89 cuerpos que fueron enterrados en otros lugares o directamente no fueron recuperados, para totalizar las 649 bajas argentinas en la guerra.
Los veteranos tresarroyenses caminaron con detenimiento entre las cruces, buscando nombres de amigos, conocidos y compañeros de armas. La calma y el bucólico paisaje hicieron que el caminar sea lento, con la cabeza baja. Un sentimiento afloró. No era tristeza, sino recogimiento.
De frente al cenotafio, buscando entre una larga lista de nombres, la mención de un héroe tresarroyense concentró la atención: Héctor Ricardo Volponi.
Al final, los infantes de marina oriundos de Tres Arroyos efectuaron su homenaje. Desafiando la prohibición de dejar ofrendas, con las manos cavaron un pozo entre las piedras y enterraron allí una bandera argentina, para luego cubrirla en su totalidad. La enseña les fue provista por un ex combatiente que sufrió una amputación en Malvinas, y por tanto aumentó su significado. Un presente que quedó fuera de la vista de los vivos, para ser recibido por los que allí yacen.
Día 6
Cualquiera fuera el clima, el día tiene destino: la cima de Mount Tumbledown. Es el único hito que falta por cubrir, y los infantes de marina que pasaron allí los últimos 15 días de la guerra estaban ansiosos por subir.
Los infantes, como se dijo, tuvieron como principal tarea el montaje de campos minados. Primero se ubicaron en la zona del aeropuerto, luego en el oeste de Port Stanley o Puerto Argentino, y cuando se acabaron las minas para instalar trampas explosivas, fueron destinados al frente de batalla. En ese contexto, Mauricio García y José Luis Gómez recalaron en Mount Tumbledown.
Al intenso viento y un frío que helaba las manos, se asoció la lluvia. Para colmo de males, neblina y escasa visibilidad.
Gómez y García encabezaron la expedición. En el camino, los rastros de la guerra surgieron rápidamente: cables de comunicación, municiones, posiciones, esquirlas, agujeros de bombas.
El grupo se dispersó, la visión se limitaba a no más de 10 o 15 metros. Gómez y García se adelantaron y el resto no los pudo seguir, simplemente porque el rastro se diluyó entre la niebla.
La decisión fue sabia, esperar el regreso o que mejoraran las condiciones, cosa que no sucedería. Debajo de un techo de roca, detrás de dos cocinas judías pertenecientes a la Armada Argentina abandonadas en el campo de batalla y allí dormidas por casi tres décadas, se improvisó un campamento.
Cuando los marinos que se habían adelantado regresaron, lo hicieron empapados y algo desilusionados: el tiempo no les permitió buscar sus posiciones, ni siquiera referencias que pudieran conducirlos a destino.
En el camino de vuelta, prestando atención al piso para no caer en las trampas de la turba, el grupo descubrió un borcego de guerra. Sin exponerla en voz alta, todos se hicieron internamente la misma pregunta: ¿Cuál habría sido el destino de quién lo llevaba puesto? Y un nudo apretó la garganta
Día 7
La última jornada completa de los veteranos tresarroyenses en Malvinas. Al día siguiente sería tiempo de emprender el regreso, aunque aún quedaba tiempo para la sorpresa.
Temprano a la mañana, Gómez y García, junto al resto, decidieron hacer una nueva incursión por la zona donde estuvieron 28 años atrás, previo a ser destinados al Tumbledown, en el oeste de Port Stanley.
Ahora sí las condiciones meteorológicas resultaron favorables para la búsqueda. Y como el que busca encuentra, aparecieron sus trincheras. Aunque inundados, parcialmente derrumbados, los “pozos de zorro” -posiciones que se comunican unas con otras-, y sitios de tiro hechos de piedra arrojaron conclusiones positivas.
Una posición general, entre dos piedras, donde terminaron durmiendo todos los soldados cuando se les llenaron sus refugios de agua despejó toda duda. Ahí estuvieron, ahí permanecieron por más de treinta de los setenta días en la guerra. Ahora sí el viaje se volvió completo, ahora sí cerraban un círculo abierto de búsqueda y encuentro, tantas veces soñado.
El grupo decidió que por la tarde el conflicto quedaría a un lado. Sería tiempo de una última caminata por la ciudad, comprar algún presente para la familia, y compartir los últimos momentos con las relaciones hechas en el viaje. Como Arlette Betts, la dueña de Lafone House, magnífica anfitriona y ahora una entrañable amiga; o Sebastián Soccodo, uno de los seis argentinos que viven en Malvinas, y diligente colaborador.
La tarde fue para disfrutar de la naturaleza en estado virgen, como lo está en Malvinas. En plena primavera, este lejano rincón del planeta respira vida. Vida que se impone sobre la muerte, vida que llama a la alegría, vida que es esperanza.
Llegó la hora de volver a casa, con tranquilidad de conciencia, aliviados en el peso y el dolor. En Longdon, en Tumbledown, en Darwin…, en algún lugar de Malvinas quedó parte de una pesada mochila, que los tresarroyenses cargaron sobre sus espaldas por casi treinta años.
Catorce
Catorce son los tresarroyenses que combatieron en la Guerra de Malvinas. De ese total, cinco volvieron a las islas y dos están fallecidos. Esta es la lista completa: Hugo Belón, Héctor Cellerino, José Luis Gómez, Mario Ielmini, Marcelo Capriata, Mauricio García, Jorge Carrizo, José Luis Minor, Juan Luis Van Waarde, Roberto Reducindo (f), Carlos Melo, Carlos Muelas, Luis Alvarado y Héctor Ricardo Volponi (f)